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lunes, 28 de marzo de 2011

El aroma que no se puede encontrar en ninguna parte 10

Nada ocurrió.

Los brazos de Neil estaban ahí para dejarme a salvo en el hielo, como si nada ocurriese.

-¡Muy bien! –Aplaudió mientras sonreía, con los ojos brillantes de la emoción. –Te dije que podías hacerlo.

Las piernas me fallaron y me derrumbé sobre él, mojando su camiseta con mis lágrimas.

-Gracias. –Susurré, apretándole con fuerza. –Yo… No era capaz ni de pasar por enfrente de la puerta. Pero… había olvidado lo divertido que es patinar. –Neil sujetó mi cabeza contra su pecho, dejándome hablar. –Nunca más podré llegar al nivel profesional, pero sí podría hacerlo para pasar el rato.

-Te conozco desde antes de que nos cruzáramos. –Confesó con aire ausente, sorprendiéndome. No dejó que me separara de él para verle la cara. –Tenemos que hablar.

La sombra del miedo cruzó mi mente un segundo.

No quería hacer desaparecer ni por un segundo la cálida sonrisa de Neil.

Me sacó de la pista y me sentó en una de las gradas, sacándome los patines como si estuviera descalzando a una princesa.

Ya no sonreía, por lo que algo frío decidió asentarse en mi alma.

-Neil, ¿qué pasa? –Pregunté, y tardé un rato en escuchar el timbre de ansiedad en mi propia voz angustiada.

-He hecho algo terrible. –Susurró, agobiado. Verlo de rodillas frente a mí con la cabeza gacha hizo que el corazón me latiese muy despacio. –Yo… No esperaba chocarme contigo en esa calle, pero… La verdad es que lo agradecí mucho, porque jamás habría reunido el coraje de hablar contigo. –Sentí unas ganas enormes de acariciarlo. Ahora era un perrito triste y quería consolarlo. –Vivo en el bloque de pisos que hay frente al tuyo. Puedo verte todas las mañanas por la ventana, cuando sales de la cama para desayunar y pasas por la cocina. Nunca me ves, porque siempre me escondo si miras. –Cuando por fin logró obtener el valor para mirarme a los ojos, su mirada pura y azulada se clavó en lo más profundo de mi alma. –Estás tan bonita… Tú… Dudo que puedas entender lo que sentí cuando me seguiste hasta esa cafetería.

El aire a mi alrededor desapareció, porque no se dignaba a llenar mis pulmones.

Sus dedos acariciando suavemente mi mejilla para retirar después un mechón que se resistía a permanecer detrás de mi oreja eran lo más dulce que podía imaginar.

Quería abrazarle y no soltarle nunca más.

-¿Cómo… sabías todo eso de mí? –Pregunté, mordiéndome después el labio por no haberlo evitado.

-Bueno, supongo que no he sido del todo correcto. –Musitó, llevándose la mano a los ojos con cierto gesto frustrado. Después sonrió, cuando se dio cuenta de que yo sabía que estaba temblando. –Umm… Averigüé muchas cosas gracias a uno de tus vecinos, pero… Yo… sabía tu nombre de antes, Nara.

Ahora estaba avergonzado.

Era impresionante lo rápido que mostraba su rostro todo lo que bullía en su interior.

Le cogí la mano, animándole con la mirada a que siguiera hablando.

-¿Sí?

-Ay, Nara, eres tan linda. –Susurró, acariciándome una vez más con ternura. Las yemas de sus dedos que recorrieron mis labios temblaban. –Si te digo la verdad, no me creerás.

-Bueno… Puedes intentarlo. –Repliqué, más roja que las amapolas en primavera.

Este chico no tenía una idea cercana de todo lo que influía en mí.

-Ganaste tu primera medalla con catorce años.Yo tenía diecisiete y acababa de empezar a trabajar como pinche en un restaurante bastante corriente. Nos hicieron un encargo de última hora para este gimnasio y, como era muy tarde, me tocó a mí traerlo. Tuve que esperar a que todas terminasen para poder llevarme los platos. –Hizo una pausa, como si le fuera grato recordarlo. Se sonrió antes de continuar con un tono dulce y melancólico. –Tú estabas entre ellas y eras tan… luminosa. –Sus mejillas tomaron un color tan carmesí que empecé a pensar que le iba a dar algo. -¡Dios! Esto es tan complicado… -Agachó la cabeza y esta vez no reprimí el impulso de enredar los dedos en su pelo dorado. De pronto, se apoyó en mi regazo, besando mis rodillas con su aliento. –Nara, si haces eso, moriré de felicidad ahora mismo.

Al escuchar eso le solté de pronto, cubriéndome el rostro con las manos.

¿Por qué siempre sonaba tan intenso cuando decía cosas de ese estilo?

-Mírame, Nara. Quiero seguir hablando.

Sus ojos eran una plegaria, un ruego.

Tiró de mis muñecas, pero no hizo falta que tirara mucho.

Sentía los brazos de gelatina y empezaba a darme vueltas todo.

martes, 22 de marzo de 2011

El aroma que no se puede encontrar en ninguna parte 9

No, una pista de patinaje no, LA pista de patinaje.

¿Cuántos años habían pasado desde que no había pisado el hielo en el que había dejado correr mi infancia?

¿Seguiría mi entrenador enseñando en esa o se habría retirado ya?

-Neil… Vámonos.

-No.

Había una cosa que tenía clara en este mundo: no quería saberlo.

No quería a volver a pasar por el trago de pisar el hielo una vez más.

Tiré de su mano con fuerza, intentando echarle atrás, pero era un chico mucho más fuerte que yo, y al final pasó, obligándome a seguirle.

Cerré los ojos, negándome a afrontar la realidad.

-Ya no eres una niña. Eso no funcionará. –Me recordó Neil con sabiduría.

-Sí, pero al menos puedo intentarlo. –Repliqué, acurrucándome en su espalda para no ver nada más.

-Vamos, no te hará daño dar un par de vueltas.

-No. –Me negué, rotundamente.

-No va a pasar nada malo. –Intentó convencerme.

-No quiero volver ahí otra vez. –Me empeciné, conteniendo las ganas de llorar.

-Tarde o temprano tendrás que encarar lo que pasó. Así que… mejor temprano.

Neil utilizó toda la paciencia que tenía para hacer que abriera los ojos y me dejara poner los patines, y lo hizo todo el rato con una dulce sonrisa.

Cuando tiró de mí hacia la pista, los recuerdos regresaron con fuerza, pero no me dejó pensar.

Me cogió de la mano y se puso a patinar, obligándome a moverme o a caer en el intento.

Mis piernas aún recordaban qué hacer, por lo que no perdí el equilibrio.

Me di cuenta de que no me resultaba tan difícil como creía después de tantos años.

-¿Cómo se siente? –Me preguntó, ansioso por saber la respuesta.

-Ligero… -Respondí, sin notar apenas como iba aumentando la velocidad.

-Bien, eso me gusta. –Se puso frente a mí y empezó a patinar hacia atrás, con más destreza que un principiante normal. –Ahora salta.

Mi cuerpo se agarrotó y mis piernas fallaron, precipitándome al suelo.

Pero no lo llegué a tocar.

Los brazos de Neil estaban allí para sujetarme y aportarme seguridad.

-No es difícil; no para una tricampeona nacional. Tómate el tiempo que quieras, pero hazlo. –Insistió, con más firmeza de la que podía soportar.

-Vale, lo intentaré. –Cedí al final, dejándome llevar por su energía.

Cerré los ojos y tomé aire, soltando su mano.

-Estaré ahí para cogerte si caes. –Me hizo saber con una sonrisa cargada de fuerza.

Tomé impulso, todo el que pude, y salté.

El aterrizaje, lo más difícil, no salió tan limpio como quería, pero al menos no caí al hielo.

Los aplausos de Neil y sus silbidos de ánimo me hicieron sonreír.

-Un axel. –Pidió con las manos entrelazadas, como implorando.

-Pero… -Comencé a decir, siendo inmediatamente cortada por él.

-Pero nada. Puedes hacerlo.

Sería complicado teniendo en cuenta que mi pierna izquierda, la del aterrizaje, estaba muy lastimada incluso después de la rehabilitación, pero no me estaba pidiendo un imposible.

Ahí sí que necesité fuerza y coraje para liberarme del miedo y saltar.

Hice que mi cuerpo girara, sin preocuparme de cuantas veces lo hacía, y me concentré en la caída.

Pero mi cuerpo se desequilibró, y vi mis huesos partidos contra el hielo de la pista durante una décima de segundo en mi mente.

jueves, 17 de marzo de 2011

El aroma que no se puede encontrar en ninguna parte 8

Todos le saludaban de buen humor, y casi ninguno parecía fijarse en mí, por lo que poco a poco me fui sintiendo tranquila. Neil corrió hacia los fogones, hizo una pose de estrella y dijo “¡ta-chán!” Me eché a reír mientras me preguntaba:

-¿Qué te parece mi cocina?

Levanté el pulgar hacia arriba en gesto afirmativo, acercándome a él con cautela.

-Vaya…. Debes ser muy buen cocinero para trabajar en este local. –Observé apreciativamente, reteniendo en mi memoria todos los aromas que me rodeaban, para ver si alguno coincidía con el de Neil.

Pero ninguno me sonaba.

-Claro. Soy un cocinero de tres estrellas. –Respondió, orgulloso.

-¡Guau! –Sonreí ampliamente, admirándole. –Entonces seguro que cocinas muy bien.

-Te he traído aquí para hacerte algo que te guste justo frente a tus ojos. Hoy es el día libre, por lo que me han dejado el restaurante. –Me quedé mirándolo fijamente, capturada por su mirada ilusionada. Ahora que lo decía, sólo había personal de limpieza, pero ningún cliente, y ya eran las dos y media de la tarde. –Así que… ¿qué prefieres? ¿Carne, pescado? ¿Verduras? ¿Gratinado, frito, asado?

Ante aquel lanzamiento de preguntas no supe qué responder.

-Emm… sorpréndeme. –Susurré con aire misterioso, quitándome el bulto de encima.

Neil me devolvió la mirada misteriosa y luego sonrió.

-De acuerdo. ¡Prepararé algo para que te chupes los dedos! ¡Fuera de la cocina!

-¿No decías que sería justo frente a mis ojos?

-¡He cambiado de opinión! –Exclamó, divertido.

Tiró de mí hacia las puertas y me acompañó hasta una mesa, sacándome la silla como buen caballero que era para que me sentara. Me dejé caer sobre ella con elegancia y le observé mientras, acelerado, regresaba a sus fogones con una mueca ilusionada. Los platos que llevaba en las manos cuando regresó, hicieron que mi memoria regresara mucho tiempo atrás. Unos espaguetis a la boloñesa de los cuales salía un olor especial, con el borde repleto de queso fundido, justo como a mí me gustaba. Empecé a temer que tuviera poderes paranormales para haber dado tan de lleno en lo que mi mente no se atrevería a imaginar pero que mi corazón ansiaba en secreto. Sólo faltaba que supieran igual. Apenas la salsa cayó en mi paladar, se me saltaron las lágrimas.

-¿Quién eres? –Pregunté, esforzándome por tragar. –Estos espaguetis son iguales que los que…

-Comiste el día que ganaste tu primera medalla.

Mis ojos se abrieron de golpe; el tenedor casi se me cae de la impresión.

-¿Cómo…?

-Sé muchas cosas. –Susurró, enigmático, metiéndose a la boca un buen rollo de espaguetis. -¿Te gustan?

-Claro. –Respondí, comiendo cuidadosamente con el esfuerzo añadido de que no quería que mis lágrimas los arruinaran. –No voy a hacer preguntas, pero… gracias.

Neil se sentó a mi lado y me retiró el pelo de la cara, arrebatándome el tenedor de la boca. Me secó las lágrimas con la servilleta y después, sin mediar palabra, enrolló los espaguetis en el tenedor y me hizo un gesto para que abriera la boca.

-¿Qué? No necesito que me des de comer. –Protesté, intentando recuperar el utensilio.

-Pero quiero hacerlo. –Insistió Neil con una enorme sonrisa que llevaba malas intenciones.

Al final tuve que ceder si quería comérmelos. El segundo plato era del menú de aquella vez, y por supuesto, el postre también. Fue una comida muy emotiva. Pero Neil apenas me dio tiempo de hacer la digestión cuando de nuevo, una vez recogida la mesa, me pidió que le ayudara a fregar. Acabamos los dos entre el jabón y los estropajos, fregando a toda velocidad para salir a pasear. Me cogió de la mano al terminar (ambos las teníamos suaves de jabón y un poco frías del agua) y me sacó a todo correr de allí, con la prisa que tanto le caracterizaba.

-¿A dónde vamos? –Inquirí, angustiada. Ya no sabía qué esperar de él.

-A un sitio que no te va a gustar. –Declaró, haciéndome correr para que no pudiera pensar.

Cuando llegamos, entendí a lo que se refería. Una pista de patinaje.

lunes, 14 de marzo de 2011

El aroma que no se puede encontrar en ninguna parte 7

-¿Qué? No, ¿por qué lo dices?

Neil parecía tan tranquilo que creí que eran imaginaciones mías, por lo que no le di la menor importancia. El primer lugar al que me llevó fue un parque. Al principio no le encontré sentido, pero cuando llegó hasta mí con una racha de aire el olor a la hierba recién cortada, reprimí el impulso de lanzarme a sus brazos para besarle. Le miré a él y a la hierba alternativamente, como esperando que me diera permiso, y Neil, entre risas, me lo concedió. Corrí a sentarme sobre ella, agarrando un buen pedazo entre los dedos, aspirando con fuerza.

-¡Ah! –Exclamé, entusiasmada. -¿Cuánto hace que pasaron la máquina?

Neil se tumbó a mi lado, sonriendo.

-Pues… esta mañana a las diez, más o menos.

-¿Cómo lo sabías? –Pregunté, inclinándome hacia él.

-¿Tú qué crees? Uno, que tiene contactos. –Se jactó, sacando de mí una tintineante risa. -¿Te gusta?

Sus ojos brillaban como los de un perrito ante su ama, lo que me enterneció de alguna manera. Se me escapó sin pensar:

-Sí, me gustas.

Un segundo después, cuando el sonido llegó a mi cabeza y ésta lo procesó, mis mejillas cogieron el mismo color que el de un tomate maduro, por lo que me di media vuelta, tapándome la cara con las manos, avergonzada. Él intentó asomarse a través de mi hombro, pero no le dejé, escondiéndome.

-¡No me mires!

-¿Por qué? Me gusta tu cara sonrojada. –Susurró, meloso.

-¡Pero a mí no! –Intenté echar a correr, pero él me agarró por la cintura, clavándome en la hierba sin piedad.

Al final aparté las manos de mi cara, pero cerrando los ojos para no ver qué expresión ponía.

-Eres como una niña. –Dictaminó con aire divertido.

Cuando iba a abrir los ojos, me los tapó con la mano, como aquella vez en la cafetería, y de la misma forma, me besó.

-¿Qué…? –Susurré, confusa.

-Eres diferente de cómo pensaba. Pero aún así, eres mejor de lo que esperaba. A mí también me gustas.

Me quedé sin respiración un segundo, alucinada. Esa era la declaración más sincera que había escuchado en toda mi vida.

-¿Mejor de lo que… esperabas? –Conseguí decir a duras penas, aún ciega.

-Sí, cientos de veces mejor.

Por fin me dejó mirar y me encontré de pleno con su radiante sonrisa y el brillo que le sacaba el sol a su pendiente. Allí estaba otra vez su aroma, sustituyendo al de la hierba fresca y recién cortada.

-Aún no sé a qué hueles. –Susurré, dejando caer mis manos sobre el regazo, confusa.

-No te lo diré.

Me dejó clavada en el sitio, sorprendida. Su sonrisa tenía ahora un punto de burlona.

-¿Por qué?

-Si quieres saberlo, tendrás que darme a cambio un beso. –Replicó con una mueca pícara.

-¡No! –Me negué, llevándome las manos a la cara. -¡Me da mucha vergüenza!

-Pues entonces nunca sabrás a qué huelo hasta que lo descubras por ti misma.

Hice un mohín de disgusto, que se me quitó en cuanto Neil tiró de mi mejilla para distraerme.

-¡Aparta! –Exclamé, poniendo las manos en su pecho para que se alejara.

-¡Vamos!

Me cogió de la mano y tiró de mí de nuevo hacia la ciudad, sumergiéndome entre las calles y callejas, vagabundeando sin ir a ningún lugar. Miramos escaparates, nos sentamos en bancos, bebimos de fuentes, y nos recorrimos toda la ciudad hasta caer de nuevo frente a una puerta que conocía.

-Hoy no tendrás ningún reparo en entrar.

Me abrió la hoja con elegancia de caballero fingido y yo le respondí con una inclinación de cabeza, entrando. Ese restaurante tan caro y fastuoso, cuyo nombre era Claro de Luna, me sonaba. De lo único con lo que lo podría relacionar era con las comidas de empresa, y esa era una idea que poco a poco iba cogiendo cuerpo en mi mente. En lugar de dirigirnos a una mesa, Neil me condujo hasta la parte menos conocida de un restaurante: la cocina.

lunes, 7 de marzo de 2011

El aroma que no se puede encontrar en ninguna parte 6

El sábado por la mañana, el timbre sonó a las once en punto, con una insistencia poco habitual. Corrí hasta la puerta con el cepillo de dientes aún en la boca, preocupada. Pero al abrirla, me encontré con la cara sonriente, y un instante después burlona, de Neil, esperándome con insistencia. Me puse colorada hasta las orejas al darme cuenta de que le estaba ofreciendo mi peor aspecto a un completo desconocido. Pijama de ositos, pelo revuelto y cara dormida, rematado por la guinda final: morreras blancas de la pasta y expresión anonadada. Se echó a reír al verme con semejantes pintas, por lo que le cerré la puerta en las narices. No es que quisiera hacerlo en serio; sólo fue un acto reflejo, pero él fue rápido y puso el pie en el quicio, manteniéndola un poco abierta.

-No te enfades; es sólo que estás muy linda, muy… natural. –Completó, ahogando la risa.

Tenía el pelo rubio brillante, como si acabara de ducharse, y su sonrisa parecía aún más grande que la de la otra vez. Le hice un gesto para que pasara y regresé a mi cuarto de baño, alucinada. Podía haber avisado o algo. Me arreglé a toda velocidad, corriendo más de lo que había corrido en toda mi vida, y cuando me planté frente a él, lista y perfecta para salir… me di cuenta de que no me estaba mirando.

-¿Neil? –Parecía muy ocupado mirando mi vitrina, como si no hubiera nada más en el mundo. -¿Qué haces?

-¡Ah! –Saltó, sorprendido. –Bueno, miraba tus premios.

Ah, eso. Me puse junto a él para observar las copas y medallas que, olvidados, cogían polvo en un rincón.

-Nunca imaginé que patinaras. –Comentó con una radiante sonrisa.

La mía se había quedado congelada en la cara, por lo que, al principio, no supe qué responder.

-No, no patino. Ya no, al menos. –Una risita nerviosa se me escapó mientras le dejaba y cogía la chaqueta con calma.

-¿No? ¿Por qué?

A veces la curiosidad tiene un límite, y el mío era ese. Pero aún así, por primera vez en años, pude contestar a esa pregunta.

-Me lesioné. ¿No te has dado cuenta de que cojeo un poquito con la pierna izquierda? –Inquirí, señalándomela. –Así que tuve que dejarlo.

Me di media vuelta en dirección a la puerta y de pronto, su aroma ganó intensidad. Estaba muy cerca.

-Fue en los nacionales, ¿verdad? Tu pareja no te sujetó bien y caíste. –Musitó, con una voz más seria de lo normal.

Me giré de golpe hacia él y choqué con su cuerpo, sorprendida.

-¿Cómo lo sabes?

Neil dio un paso atrás, sonriendo como si no pasara nada.

-Al ver el apellido, lo recordé. Fue muy sonado en aquella época.

-Sí, supongo. –Admití, intentando desviar el tema. -¿A dónde querías llevarme?

-¡Ah, sí! –Pareció recordar de pronto. –Te gustará.

Me cogió de la mano (cosa que ya parecía costumbre), y me sacó de mi casa casi arrastras, andando con entusiasmo por entre las calles de la ciudad.

-¿Sabes? –Empezó con aire soñador. Cuando se aseguró de que tenía mi atención, prosiguió. –Tu casa huele a incienso. Pensé que no olería a nada.

Me eché a reír por lo bajo, reflexionando sobre el tema.

-Sí, tienes razón. Es que odio el olor que sale de casa de mis vecinos. La mujer está obsesionada con la limpieza, y la lejía no me deja respirar.

Neil sonrió, satisfecho.

-Pensaba que dirías eso. Y sí, tienes razón, esa mujer tiene una fijación con el desinfectante.

Me quedé mirándole, extrañada.

-Neil… ¿conoces a mi vecina?


Hola. Si he actualizado es simple y llanamente porque dos salvablogs caritativos han comentado. Perdonaré a los demás, porque seguro que no se han enterado. Y ahora... ¡Disfruten de la siguiente parte de este pequeño relato! [Aunque sea marcad en reacciones, para saber si existís o algo x3]