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miércoles, 27 de junio de 2012

Cuento: Personas cerradas

Llevo mucho sin actualizar, y tampoco creo que le importe a nadie.
Hace tiempo que esto se ha convertido en un cajón de relatos, para no tenerlos perdidos, para tenerlos organizados. Y eso de ahora es un cuento que le escribí a alguien que me aprecia mucho, pero que no se aprecia a sí mismo lo suficiente.
Si alguien lo lee, que lo disfrute. Y que busque el evidente significado... o se identifique.


Había una vez una niña que vivía dentro de su corazón: yo.
Al principio era como si mi corazón durmiera con las luces apagadas.
Solo había oscuridad.
No me disgustaba, me había hecho a eso y había aprendido a vivir a ciegas.
Pero un día decidí abrir una ventana.
Solo una.
Una ventanita diminuta en lo alto del todo, con una reja bonita y oxidada.
Y con ella abierta entró la luz...
Y con la luz, entró el sonido de mi respiración, el latido de mi corazón, el olor de la hierba y el calor de un abrazo.
Poco a  poco me acostumbré a dormitar en mi rinconcito, mirando la ventanita, acurrucada… pero ya no estaba completamente dormida.
Era una duermevela oscura, en cierto modo, dolorosa.
Seguía prefiriendo la oscuridad, pero no me apetecía cerrar la ventana.
Otro día alguien llegó y me dijo que probara a abrir otra ventana.
Yo, sin darme cuenta, la abrí.
Y entonces vi el cielo.
Me quedé mirándolo un poco asustada, porque estaba lejos, lejos, y era inalcanzable para mí.
Pero vi los pájaros.
Y pasé horas observándolos.
Pensaba en lo calentitos que estaban, en lo suave que eran sus plumas… Sabía todas esas cosas sin haberlos tocado nunca, estaban ahí, a la espera de que alguna vez pensara en ellas.
Esa segunda ventana también tenía reja, así que no los podía tocar.
“Bueno”, pensé, “puedo abrir otra ventana”.
Y esa otra ventana no tenía reja.
Así que la abrí y, nada más hacerlo, sentí el viento.
Al principio estaba muy sorprendida.
Algo acariciaba mi piel, y no podía saber qué era.
Me confundía.
Pero luego me gustó... Me encantaba sentir el aire… o verlo… u oírlo.
Me encantaba el aire.
No pude alcanzar los pájaros, pero podía verlos más cerca y con eso me bastaba.
Cuando comenzó a llover afuera, me quedé mirando el agua caer, asombrada, y saqué el brazo por la ventana.
Estaba ansiosa por probar la lluvia.
Justo en ese instante, de pronto, un relámpago lo iluminó todo y vi las paredes de mi corazón llenas de fotografías.
Fotografías de mi vida.
Había muchas en blanco.
Otras en negro.
Y solo las primeras y las últimas en color.
Las que estaban en blanco no las podía recuperar.
Las que estaban en negro era mejor no saber lo que mostraban.
Y las de colores eran cosas insustanciales, pero bonitas.
Fotos de pájaros, fotos de nubes, fotos de lluvia...
Las miré todas y las olvidé, tan rápido como ese relámpago dejó de iluminar la habitación.
Un día, mientras seguía lloviendo ahí fuera, vi un árbol.
Y alguien debajo de ese árbol, mirando hacia dentro de mi corazón con un poco de miedo.
No quería llamar, pero quería entrar, conocerme de verdad.
Así que abrí una puerta.
Una puerta chiquitita, pero una puerta al fin y al cabo.
Una puerta que antes no había visto o no me había atrevido a abrir.
Y miré a ese niño (porque era un niño) y le tendí la mano con una sonrisa.
No sabía lo que era una sonrisa hasta entonces.... pero me gustaba verla reflejada en otra cara, así que sonreí hasta que me tiraron las mejillas.
Dolían, pero no me importaba.
Y saqué un paraguas y tapé al niño con él.
Y le pregunté su nombre.
Y dije el mío.
Y comenzamos a hablar.
Al principio, con recelo, pero, por algún motivo, ese niño era como los pájaros y el aire... un niño herido pero puro y natural.
He olvidado decir que alrededor del corazón había un acantilado, un camino de piedras afiladas y un prado que conducía a la nada.
El único camino para ver el mundo dolía... así que esperé...
Esperé un rato… hasta que poco a poco, la gente comenzó a llamarme desde el otro lado... eran personas que tenían colores distintos, corazones distintos, y no siempre buenos, pero podríamos ir juntos.
Así que cogí a ese niño de la mano.
Yo también era una niña, y comencé a andar.
A veces tenía miedo.
Otras, quería volver a la oscuridad de mi corazón, donde estaba segura y a salvo de las tormentas.
Pero es muy difícil cerrar ventanas abiertas... tan difícil como abrir ventanas cerradas.
Ya había gastado mucho en abrirlas, ¡ahora ya no las iba a cerrar!
Y conocí pájaros nuevos.
Aires nuevos.
Lluvias nuevas.
Gente nueva...
Cada vez que pensaba en las fotos en negro, me deprimía.
Y me daba miedo que las fotos en blanco recuperaran su imagen algún día.
Así que procuraba no pensar en ello.
Ese niño, un día, me llevó a su casita corazón.
Era una casita negra, como la mía.
Una casita a la que no habría entrado si él no me hubiera tirado de la mano con todas sus fuerzas.
Él no sabía muy bien cómo abrir ventanas, pero mirándolas de cerca ya estaban abiertas. Eso sí, con las persianas cerradas.
Así que me dediqué a abrir persianas.
Y de nuevo entró la luz en su corazón,
A veces era de noche.
A veces de día.
Pero siempre entraba luz.
Del sol o de la luna.
Esto fue lo que aprendí: El único sitio por el que no entra luz es por las ventanas cerradas, por las puertas cerradas,  por los corazones cerrados, por las personas cerradas.
Nunca sabemos lo que hay al otro lado...
Por eso permanecemos en ese espacio pequeño y oscuro que conocemos.
Puedes tener mala suerte y abrir la puerta para tirarte por el precipicio sin saber que está ahí.
Hay gente que no ha vivido en un corazón sin puertas ni ventanas, sino que ha decidido cerrarlas.
Quizás cayó en el camino espinoso porque alguien le puso la zancadilla.
Un “alguien”.
O tal vez muchos.
Quizás lo que hay fuera no te gustaba.
Son demasiados los motivos que encierran a las personas dentro de sí mismas.
Quizás no pueden salir solas. Quizás no saben abrir puertas y ventanas.
Quizás tu mano es la que necesiten para escapar.