Páginas

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Infancia perdida

Algunos niños crecen, otros no, y la mayoría se esconden hasta que se les cae la inocencia y maduran de golpe (como por efecto gravitatorio, no se sabe).
Y puedo decir con una cantidad razonable de duda que me paso la vida dándole esquinazo a eso que llaman madurez con tal acierto, que cualquiera que me conozca pensaría que maduré hace mucho tiempo.
Pero me aferro a mi inocencia como si no hubiera perdido hace tiempo la infancia.
Digamos que mi niña interior aún no se ha cansado de jugar, de haber jugado tan mal y tan poco, de haber sido obligada a crecer demasiado pronto en un sentido y a permanecer eternamente niña en el otro.
La soledad de sus juegos restaba poco aliento a esa bolsa de aire con la que medimos nuestro tiempo.
Que es tan grande para algunos que la devoran a grandes sorbos y nunca se les acaba, tan pequeña para otros que apenas les dura nada y del tamaño perfecto para casi todos, que dejan de ser niños cuando les toca y siguen con sus vidas como el resto, con maestría.
Y luego están los que se ahogan de tanto pedir permisos que jamás le han sido concedidos.
Porque hay padres que prefieren a sus niños atemperados, adultos. Que los quieren como "yos" en miniatura, que sepan qué decir y qué hacer, que no les avergüencen, que se comporten.
No hay espacio para la ingenuidad en esos estrechos abismos de madurez, de senectud temprana.
No hay Peter Pan que venga a llamarte a tu ventana, ni amigo imaginario en el que confiar, ni peluche que abrazar, ni fantasía que creer, ni cuento que recitar hasta aprenderse de memoria.
Solo está el mundo de los adultos y sus infinitas reglas.
Incluso hay quien pide permiso para no ser un niño normal.
Para soñar lo insoñable, para aislarse del juego y hundirse de cabeza en las aguas de su propio silencio, para mirar a la pared cuando sus ojos en realidad observan paisajes de otro mundo.
Y hay niños que no crecen porque nacen ya crecidos. Porque más allá del balbuceo infantil de los primeros días, solo ha habido exigencias, circunstancias acuciantes, alas recortadas y el infinito peso de la responsabilidad.
Cómo envidio a los niños que crecen como niños, a los que tontean como adolescentes y a los que se insertan como adultos, parte mecánica del insondable mecanismo de la Humanidad.
Cómo les envidio.
¿Qué más da tanta quimera y tanto sueño? La vida solo da papeletas para lo realizable, lo irrealizable nunca ha entrado en el bombo de probabilísticas casualidades.
Y volviendo al principio, no digo que haya tenido una infancia dura, pero tampoco envidiable.
Quizás un poquito más de normalidad y menos de buceo, un poco más de progresión y menos bamboleo, una cierta sensatez y menos utopía moral en estos ojos absurdos...
Más muñecas y menos libros. Más realidad y menos paraísos inventados, y entonces podría dar por satisfecho el recorrido.
Y quizás más valor, más arrojo, más lance, menos apego a la seguridad y a la aventura calculada, más confianza y menos cábalas.
Más niña y más adulta, todo a su tiempo.
Pero estos caminos... estos caminos eternos, intrínsecos, múltiplos enteros, fracciones irreducibles de lo que somos, siempre me han llevado por la opción más compleja, por el número imaginario, por la respuesta incorrecta y el procedimiento mal pensado, a resolver acertijos que se perdieron hace tiempo.
Y por mucho que ansíe retroceder, he quemado el camino tras mis pasos, y la infancia perdida es eso, perdida, una vez vivida, y desde ese punto, asumida, derruida y olvidada, introducida en nuestro código como algoritmo que no se razona y que se desvela el día que nuestro sistema se desploma.
Perdonen los científicos las imprecisiones, esto es poesía.