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martes, 24 de noviembre de 2009

Crónica de una muerte anunciada

Anarquía vegetal.

Un grafiti pintado en la pared.

¿Quién eres?

¿Qué quieres?

¿Qué amas?

¿Qué sientes?

Pájaros helados en las ventanas de palacios milenarios inexistentes.

Me miras.

Preguntas.

Observas los cortes en mis muñecas y no haces nada.

¡Cómo pican las heridas!

¡Qué brillante era la sangre que caía!

Acido sulfúrico en las venas

Y azufre en el alma.

La mente rota por el dolor

De un corazón azucarado que piensa que nada vale la pena.

Vida heroica tras los cristales.

¿Hay algo en el mundo que quiera?

Me miras.

Preguntas.

Sonríes por no llorar.

Y gritas.

Me gritas.

Suicidio temporal.

Muerte prematura.

Lágrimas.

Un montón de pastillas por alfombra.

¿Por qué nadie supo?

¿Por qué nadie mira?

¿Por qué nadie llora la muerte de la adolescente inmortal?

Palabras teñidas con sangre en las paredes.

Crónica de una muerte anunciada.




miércoles, 18 de noviembre de 2009

Ataduras II

Cerré los ojos para disfrutar de su roce, tan tenue que era casi inexistente.

De repente, agachó la cabeza, y su extraño corte de pelo dejó al descubierto su piel.

En la nuca, llevaba tatuada una frase.

“No me dejaré llevar por el odio.”

Me hizo sonreír.

Iba poco con ella.

No pude evitarlo y besé el tatuaje.

Ella se estremeció, pero no hizo ningún esfuerzo por retirarse.

Entonces, dijo:

-No te andes con medias tintas y bésame.

La dureza en su voz me hizo más daño que cualquier cosa que me hubiera hecho antes.

No se podía tratar al amor de esa manera tan fría y cruel.

No sabía qué hacer.

Dejé de abrazarla y me puse en pie, confundido.

Ella no se movió ni un milímetro.

Me quedé mirándola durante un largo instante y después simplemente avancé, dando la vuelta a la cama para poder verla bien.

Lloraba.

Lloraba en silencio, dejando que las lágrimas corrieran por sus mejillas.

Me metí en la cama de nuevo, mirándola de frente, sin dejar que me afectara el hecho de que sus ojos siguieran reflejando esa terrible ira hacia mí.

Me perdí en la profunda tristeza de sus ojos, y olvidé en ellos mi propio dolor.

Seguí con la mirada la curva de su boca, las infinitas líneas de su rostro y los mares que se reflejaban en sus pestañas.

Antes de que pudiera reaccionar, ella se acercó a mí de golpe, y con fiera determinación, me besó.

Con furia, con ansia, con desesperación…

No era eso lo que yo buscaba.

La estreché contra mi cuerpo y la hice girar para quedar sobre ella y poder escapar de su atrayente abrazo si fuera necesario.

Pero ella rodeó mi cuello con sus brazos, tirando de mí hacia abajo.

Me separé de ella de golpe y tomé su rostro entre las manos, ahogando ese frenesí de besos en el que me empujaba a entrar.

Ella colocó sus manos en mis costados, con un ansia oscura e indescriptible de mí.

Nos pusimos ambos de rodillas, sentados el uno junto al otro.

Me incliné hacia ella y besé su frente con dulzura, intentando calmar su ansia… y la mía.

Mis labios acariciaron con suavidad los suyos y probaron el salado sabor de sus lágrimas.

En el hoyuelo que hay detrás de su oreja susurré la palabra “dulzura”, “locura” en sus ojos, “tentación” en su boca, “deseo” en su cuello y en su pecho, a la altura de su corazón, tan solo pude suspirar un tenue “amor”.

-Todo eso es lo que me haces sentir cuando me miras, cuando me hablas e incluso cuando te retiras ese mechón rebelde tras la oreja, o no paras de gritar. Todo eso me haces sentir por el simple hecho de estar viva.

Susurré finalmente, con la voz temblorosa, apoyando mi frente en la suya.

En mi corazón latía el miedo y en mi lengua, el agridulce regusto del fracaso.

Ella acercó un poco sus labios a los míos y musitó:

-Te falta la nariz. No me has dicho qué sientes cuando miras mi nariz.

Sonreí un poco y me aparté para que pudiera ver mi expresión mientras decía:

-¿Tu nariz? No siento nada, porque, simplemente, me pertenece. Y no voy a dejar que nadie me la arrebate.

Ella se echó a reír al escucharme, mientras yo besaba delicadamente la puntita de su nariz.

De repente, mi perpetuo temor resurgió.

No pude evitar preguntarle:

-¿Me odias?

Ella no lo dudó ni un solo momento.

-Por supuesto.

Si mi corazón hubiera podido pararse en ese mismo momento, lo habría hecho.

Ella se explicó.

-Creo que no tienes una idea aproximada de cómo soy en realidad. Odio sentirme así. Presa, encadenada por un sentimiento que no puedo controlar, ¿entiendes? Tú me haces sentirme así, por eso… procuro alejarme lo máximo posible de ti.

Suspiré, aliviado.

Mordí tiernamente su labio inferior, como para hacerla despertar y entrar en razón de una vez.

-Yo estoy atado por las mismas cadenas, pero… ¿acaso me ves huir o esconderme? Ahora mismo… -musité acariciando con la punta de la nariz el suave contorno de su piel. –Ahora mismo, estoy justo en la boca del lobo… pero no se me ocurre un lugar mejor en el que estar.

Me separé de ella y me senté más cómodamente, intentando respirar.

-Me haría muy feliz que te quedaras conmigo. –Expliqué con sencillez, evitando su mirada. –Porque yo sería capaz de hacerte feliz… y… dejaría que… te marchases en cuanto quisieras.

Para mí había sido muy complicado decir eso, pero quería tenerla a mi lado, por el tiempo que fuera, y ella debía sentirse libre para marchar.

Sentí su mano sobre la mía, mientras decía:

-Bueno, quizás debería dejarme atar por un tiempo. Siempre y cuando mis cadenas sean tan dulces y agradables como tú.

Me guiñó un ojo, entusiasmada, pero su labio inferior temblaba ligeramente.

No pude evitar sonreír y abrazarla, dejando que se apoyara en mi hombro y llorara.

Con respecto a lo dejarse atar por un tiempo… cumplió con su promesa.

Aún seguimos atados.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Ataduras I


Ella estaba allí enfrente.

A un par de metros, no demasiado lejos, dos zancadas.

Podría tocarla, si quisiera.

Podría besarla, si reuniera el valor suficiente.

Pero no puedo, porque lo que ella siente por mí es tan solo odio.

¿Qué motivo la trajo a mi casa, esa noche, cuando el hombre de sus sueños (mi rival) se ha convertido en el centro de sus lágrimas?

Supongo que ella necesitaba estar con alguien que le hubiera sido sincero con respecto a sus sentimientos.

O eso es lo que ella cree.

Yo no he sido nada sincero.

Lo que odiaba realmente eran las manos de ese hombre rodeando su cintura, o las tiernas sonrisas que le regalaba a él y a mí me negaba.

Cerré los ojos para disfrutar de su roce, tan tenue que era casi inexistente.

De repente, agachó la cabeza, y su extraño corte de pelo dejó al descubierto su piel.

En la nuca, llevaba tatuada una frase.

“No me dejaré llevar por el odio.”

Me hizo sonreír.

Iba poco con ella.

No pude evitarlo y besé el tatuaje.

Ella se estremeció, pero no hizo ningún esfuerzo por retirarse.

Entonces, dijo:

-No te andes con medias tintas y bésame.

La dureza en su voz me hizo más daño que cualquier cosa que me hubiera hecho antes.

No se podía tratar al amor de esa manera tan fría y cruel.

No sabía qué hacer.

Dejé de abrazarla y me puse en pie, confundido.

Ella no se movió ni un milímetro.

Me quedé mirándola durante un largo instante y después simplemente avancé, dando la vuelta a la cama para poder verla bien.

Lloraba.

Lloraba en silencio, dejando que las lágrimas corrieran por sus mejillas.

Me metí en la cama de nuevo, mirándola de frente, sin dejar que me afectara el hecho de que sus ojos siguieran reflejando esa terrible ira hacia mí.

Me perdí en la profunda tristeza de sus ojos, y olvidé en ellos mi propio dolor.

Seguí con la mirada la curva de su boca, las infinitas líneas de su rostro y los mares que se reflejaban en sus pestañas.

No a ella en sí.

En mi amor por ella no cabía el odio.

Definitivamente, no podía quedarme quiero mirando cómo se iba hundiendo en la miseria por alguien como él.

Me puse en pie de un salto, y entré suavemente en su cama, susurrando su nombre para tranquilizarla.

Rodeé cuidadosamente su cintura, esperando una reacción.

Al principio no se movió, pero después se acurrucó un poco más cerca de mí y sus dedos acariciaron delicadamente los brazos con los que la sujetaba...