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lunes, 16 de noviembre de 2009

Ataduras I


Ella estaba allí enfrente.

A un par de metros, no demasiado lejos, dos zancadas.

Podría tocarla, si quisiera.

Podría besarla, si reuniera el valor suficiente.

Pero no puedo, porque lo que ella siente por mí es tan solo odio.

¿Qué motivo la trajo a mi casa, esa noche, cuando el hombre de sus sueños (mi rival) se ha convertido en el centro de sus lágrimas?

Supongo que ella necesitaba estar con alguien que le hubiera sido sincero con respecto a sus sentimientos.

O eso es lo que ella cree.

Yo no he sido nada sincero.

Lo que odiaba realmente eran las manos de ese hombre rodeando su cintura, o las tiernas sonrisas que le regalaba a él y a mí me negaba.

Cerré los ojos para disfrutar de su roce, tan tenue que era casi inexistente.

De repente, agachó la cabeza, y su extraño corte de pelo dejó al descubierto su piel.

En la nuca, llevaba tatuada una frase.

“No me dejaré llevar por el odio.”

Me hizo sonreír.

Iba poco con ella.

No pude evitarlo y besé el tatuaje.

Ella se estremeció, pero no hizo ningún esfuerzo por retirarse.

Entonces, dijo:

-No te andes con medias tintas y bésame.

La dureza en su voz me hizo más daño que cualquier cosa que me hubiera hecho antes.

No se podía tratar al amor de esa manera tan fría y cruel.

No sabía qué hacer.

Dejé de abrazarla y me puse en pie, confundido.

Ella no se movió ni un milímetro.

Me quedé mirándola durante un largo instante y después simplemente avancé, dando la vuelta a la cama para poder verla bien.

Lloraba.

Lloraba en silencio, dejando que las lágrimas corrieran por sus mejillas.

Me metí en la cama de nuevo, mirándola de frente, sin dejar que me afectara el hecho de que sus ojos siguieran reflejando esa terrible ira hacia mí.

Me perdí en la profunda tristeza de sus ojos, y olvidé en ellos mi propio dolor.

Seguí con la mirada la curva de su boca, las infinitas líneas de su rostro y los mares que se reflejaban en sus pestañas.

No a ella en sí.

En mi amor por ella no cabía el odio.

Definitivamente, no podía quedarme quiero mirando cómo se iba hundiendo en la miseria por alguien como él.

Me puse en pie de un salto, y entré suavemente en su cama, susurrando su nombre para tranquilizarla.

Rodeé cuidadosamente su cintura, esperando una reacción.

Al principio no se movió, pero después se acurrucó un poco más cerca de mí y sus dedos acariciaron delicadamente los brazos con los que la sujetaba...

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¡No matemos a los árboles!