Qué fácil es sentirse culpable.
Dormirse entre las hojas del viento infinito de la autocomplacencia y descansar en ellas como si fueran un lecho paciente.
Olvidar lo que nos rodea, esconderse entre las sombras de dulces recuerdos.
O del más oscuro de nuestros males.
Y descansar,
Ignorar el hambre y la muerte.
La destrucción.
La agonía de las almas durmientes, el frio temor de los desamparados bajos sus techos de paja y fiebre.
Quemar los sollozos, los libros nunca escritos, y las locuras ajenas.
Llorar todo lo que duele, y reírlo también, ¿Por qué no?
Con manchas de café en el alma, imborrables, hirientes y hueras, impulsadas por el hambre.
Y descansar.
Y sentir la inercia de mis pasos sobre la arena.
O sobre el colchón de una habitación prohibida.
Llena de polvo y soledad.
Y descansar.
Y morir una y mil veces por ti.
Y buscar el aire que me falta y el miedo que me sobra… regalárselo a los pobres infelices llenos de felicidad, que se con forman con un sofá cómodo y un buen pastel.
Y descansar de ti, que me cansas con esa mirada tan llena de agonía y poder.
Comerme las ganas de bailar, y sustituirlas por suaves brisas de sangre.
Gritando palabras sin sentido, con la cabeza llena de mundos imaginarios en los que esconderme.
Y ser la loca de un tren desierto lleno de fantasmas celebrando un cumpleaños.
Y odiar mi propia sombra tras una discusión llena de estupideces.
Y llamar idiota al destino por colocarme donde estoy, y no en un sitio más calentito.
Y volar sin alas en medio de lágrimas pasajeras llenas de penas voladoras, que quemaron sus alas en el fuego de la esperanza.
Y poner un enorme cartel en la calle donde ofrezco mis servicios como adivina a domicilio, siempre que el domicilio este en medio de la calle.
Y creerme inteligente por saber cómo atarme los cordones bajo presión, con tu aliento en mi nuca.
Y filetear un salmón recién sacado del agua con una caña de hielo envenenada.
Y comérmelo, claro está.
Y morder al sistema por no darme lo que quiero, ni hacer lo que me gusta.
E ir pegando a la gente en la calle por ser como es.
Y convertirme en algo informe con cara de perro mareado en tabernas de mala muerte.
Y beber, y beber hasta hartarme el líquido de una sociedad enferma y muerta de asco patógeno y mutante.
Y ser la paloma mensajera de un delincuente pasado de moda, que roba lencería en una tienda de mascotas.
Y amanecer cada mañana con el murmullo de mi conciencia gritando que me ligue al portero automático con una sonrisa cada vez que llame.
Y teclear tonterías en la puerta de tu casa, cosas locas como te quiero y no te quiero cuando te quiero.
Y cuando me mires, darte un beso, para que me mires cada vez más (o menos).
Y enfadarme porque la tostadora funciona y no sé qué decirte cuando me ladras.
Y unir palabras, sentirlas, paladearlas, como si fueran mantequilla en una galleta.
Y contarte lo que me salga, sin pensar, sin respirar, sin comentar la jugada con tu hermana.
Y ser tu estado temporal, sin principio y sin final.
Y cuando me escuches, no hablarte.
Y aceptar cientos de retos a la suerte y a la muerte.
Y ser yo mañana, o pasado, o cuando me dé la gana.
Y estar fuera de arrebatos colectivos e individuales.
Y dormir con la almohada llena de sangre.
Y soplar por encima del chico “X” que siempre suele estar tan ocupado en sus delirios de princesa.
Y cruzarte la cara con palabras prohibidas, como sífilis y gonorrea.
Y arrepentirme por ello a la semana y aparecer en tu puerta en un valle de lágrimas.
Y regalarte flores secas y marchitas cuando te apagas.
Y no me hablas.
Y aceptar que no es la vida solo lo que más apesta.
Y decirte gracias por nada y esperar una respuesta agradable de tu parte, pero mejor si no contestas.
Y disfrazarme de lobo con piel de cordero degollado, con cuernos de demonio y patas de gallo.
Y decirte al oído ¿me amas?, mientras clavo un alfiler en tu montaña de promesas sin cumplir.
Y cantar cien canciones de amor y una copla desesperada, más desafinada que el canto de un gallo afónico en el desierto del Sahara.
Y arrastrar la bolsa y la vida por un tinte color rojo sol, para embellecerlas y perderlas nunca de vista.
Y soñar en un mundo de insomnes parapléjicos con hambre de hambre altruista.
Y ganarme el respeto perdido en algún antiguo sino de celtas y bordes.
Y coser a mi chaqueta tu nombre y el de toda la gente que se precie a ser preciado por un bicho en uniforme escarlata con manchas de mermelada podrida y cortante.
Y sentir como vuela la vida en el trineo de Santa Claus por encima de nuestras cabezas pensantes.
Y mojarme bajo la lluvia seca y ácida que cubre las ciudades.
Y derrumbar una iglesia sin fieles que busca el perdón divino en tierra fronteriza y secante.
Y empujar a los hijos de nadie hacia pozos sin fondo de aberturas estrechas y bordes.
Y hablar, hasta que alguien me pare, pistola en mano en busca de paz malsonante.
Y buscar en pozas gimientes las eternas fuentes de juventud perdida y flotante.
Y poner punto y final a este enjambre de lunas y estrellas errantes y cometas envueltos en llamas azules, escarlatas y verdes.
Y pisar vagamente las calles infestas e infernales y llenas de la sangre de los que lucharon en ellas por sus ideales y serán escuchados en miles de canciones que yo nunca llegué a oír.
Y volar, en un instante a tus pies suplicantes y morir de una vez en sus descartes.
Y borrar las malas obras de arte, del mapa, para ver si la sociedad se da cuenta de que se matando.
Y esto ya no tiene final.
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