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jueves, 8 de octubre de 2009

Locuras (aderezadas de sueños y critica social)


Qué fácil es sentirse culpable.

Dormirse entre las hojas del viento infinito de la autocomplacencia y descansar en ellas como si fueran un lecho paciente.

Olvidar lo que nos rodea, esconderse entre las sombras de dulces recuerdos.

O del más oscuro de nuestros males.

Y descansar,

Ignorar el hambre y la muerte.

La destrucción.

La agonía de las almas durmientes, el frio temor de los desamparados bajos sus techos de paja y fiebre.

Quemar los sollozos, los libros nunca escritos, y las locuras ajenas.

Llorar todo lo que duele, y reírlo también, ¿Por qué no?

Con manchas de café en el alma, imborrables, hirientes y hueras, impulsadas por el hambre.

Y descansar.

Y sentir la inercia de mis pasos sobre la arena.

O sobre el colchón de una habitación prohibida.

Llena de polvo y soledad.

Y descansar.

Y morir una y mil veces por ti.

Y buscar el aire que me falta y el miedo que me sobra… regalárselo a los pobres infelices llenos de felicidad, que se con forman con un sofá cómodo y un buen pastel.

Y descansar de ti, que me cansas con esa mirada tan llena de agonía y poder.

Comerme las ganas de bailar, y sustituirlas por suaves brisas de sangre.

Gritando palabras sin sentido, con la cabeza llena de mundos imaginarios en los que esconderme.

Y ser la loca de un tren desierto lleno de fantasmas celebrando un cumpleaños.

Y odiar mi propia sombra tras una discusión llena de estupideces.

Y llamar idiota al destino por colocarme donde estoy, y no en un sitio más calentito.

Y volar sin alas en medio de lágrimas pasajeras llenas de penas voladoras, que quemaron sus alas en el fuego de la esperanza.

Y poner un enorme cartel en la calle donde ofrezco mis servicios como adivina a domicilio, siempre que el domicilio este en medio de la calle.

Y creerme inteligente por saber cómo atarme los cordones bajo presión, con tu aliento en mi nuca.

Y filetear un salmón recién sacado del agua con una caña de hielo envenenada.

Y comérmelo, claro está.

Y morder al sistema por no darme lo que quiero, ni hacer lo que me gusta.

E ir pegando a la gente en la calle por ser como es.

Y convertirme en algo informe con cara de perro mareado en tabernas de mala muerte.

Y beber, y beber hasta hartarme el líquido de una sociedad enferma y muerta de asco patógeno y mutante.

Y ser la paloma mensajera de un delincuente pasado de moda, que roba lencería en una tienda de mascotas.

Y amanecer cada mañana con el murmullo de mi conciencia gritando que me ligue al portero automático con una sonrisa cada vez que llame.

Y teclear tonterías en la puerta de tu casa, cosas locas como te quiero y no te quiero cuando te quiero.

Y cuando me mires, darte un beso, para que me mires cada vez más (o menos).

Y enfadarme porque la tostadora funciona y no sé qué decirte cuando me ladras.

Y unir palabras, sentirlas, paladearlas, como si fueran mantequilla en una galleta.

Y contarte lo que me salga, sin pensar, sin respirar, sin comentar la jugada con tu hermana.

Y ser tu estado temporal, sin principio y sin final.

Y cuando me escuches, no hablarte.

Y aceptar cientos de retos a la suerte y a la muerte.

Y ser yo mañana, o pasado, o cuando me dé la gana.

Y estar fuera de arrebatos colectivos e individuales.

Y dormir con la almohada llena de sangre.

Y soplar por encima del chico “X” que siempre suele estar tan ocupado en sus delirios de princesa.

Y cruzarte la cara con palabras prohibidas, como sífilis y gonorrea.

Y arrepentirme por ello a la semana y aparecer en tu puerta en un valle de lágrimas.

Y regalarte flores secas y marchitas cuando te apagas.

Y no me hablas.

Y aceptar que no es la vida solo lo que más apesta.

Y decirte gracias por nada y esperar una respuesta agradable de tu parte, pero mejor si no contestas.

Y disfrazarme de lobo con piel de cordero degollado, con cuernos de demonio y patas de gallo.

Y decirte al oído ¿me amas?, mientras clavo un alfiler en tu montaña de promesas sin cumplir.

Y cantar cien canciones de amor y una copla desesperada, más desafinada que el canto de un gallo afónico en el desierto del Sahara.

Y arrastrar la bolsa y la vida por un tinte color rojo sol, para embellecerlas y perderlas nunca de vista.

Y soñar en un mundo de insomnes parapléjicos con hambre de hambre altruista.

Y ganarme el respeto perdido en algún antiguo sino de celtas y bordes.

Y coser a mi chaqueta tu nombre y el de toda la gente que se precie a ser preciado por un bicho en uniforme escarlata con manchas de mermelada podrida y cortante.

Y sentir como vuela la vida en el trineo de Santa Claus por encima de nuestras cabezas pensantes.

Y mojarme bajo la lluvia seca y ácida que cubre las ciudades.

Y derrumbar una iglesia sin fieles que busca el perdón divino en tierra fronteriza y secante.

Y empujar a los hijos de nadie hacia pozos sin fondo de aberturas estrechas y bordes.

Y hablar, hasta que alguien me pare, pistola en mano en busca de paz malsonante.

Y buscar en pozas gimientes las eternas fuentes de juventud perdida y flotante.

Y poner punto y final a este enjambre de lunas y estrellas errantes y cometas envueltos en llamas azules, escarlatas y verdes.

Y pisar vagamente las calles infestas e infernales y llenas de la sangre de los que lucharon en ellas por sus ideales y serán escuchados en miles de canciones que yo nunca llegué a oír.

Y volar, en un instante a tus pies suplicantes y morir de una vez en sus descartes.

Y borrar las malas obras de arte, del mapa, para ver si la sociedad se da cuenta de que se matando.

Y esto ya no tiene final.

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