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lunes, 14 de marzo de 2011

El aroma que no se puede encontrar en ninguna parte 7

-¿Qué? No, ¿por qué lo dices?

Neil parecía tan tranquilo que creí que eran imaginaciones mías, por lo que no le di la menor importancia. El primer lugar al que me llevó fue un parque. Al principio no le encontré sentido, pero cuando llegó hasta mí con una racha de aire el olor a la hierba recién cortada, reprimí el impulso de lanzarme a sus brazos para besarle. Le miré a él y a la hierba alternativamente, como esperando que me diera permiso, y Neil, entre risas, me lo concedió. Corrí a sentarme sobre ella, agarrando un buen pedazo entre los dedos, aspirando con fuerza.

-¡Ah! –Exclamé, entusiasmada. -¿Cuánto hace que pasaron la máquina?

Neil se tumbó a mi lado, sonriendo.

-Pues… esta mañana a las diez, más o menos.

-¿Cómo lo sabías? –Pregunté, inclinándome hacia él.

-¿Tú qué crees? Uno, que tiene contactos. –Se jactó, sacando de mí una tintineante risa. -¿Te gusta?

Sus ojos brillaban como los de un perrito ante su ama, lo que me enterneció de alguna manera. Se me escapó sin pensar:

-Sí, me gustas.

Un segundo después, cuando el sonido llegó a mi cabeza y ésta lo procesó, mis mejillas cogieron el mismo color que el de un tomate maduro, por lo que me di media vuelta, tapándome la cara con las manos, avergonzada. Él intentó asomarse a través de mi hombro, pero no le dejé, escondiéndome.

-¡No me mires!

-¿Por qué? Me gusta tu cara sonrojada. –Susurró, meloso.

-¡Pero a mí no! –Intenté echar a correr, pero él me agarró por la cintura, clavándome en la hierba sin piedad.

Al final aparté las manos de mi cara, pero cerrando los ojos para no ver qué expresión ponía.

-Eres como una niña. –Dictaminó con aire divertido.

Cuando iba a abrir los ojos, me los tapó con la mano, como aquella vez en la cafetería, y de la misma forma, me besó.

-¿Qué…? –Susurré, confusa.

-Eres diferente de cómo pensaba. Pero aún así, eres mejor de lo que esperaba. A mí también me gustas.

Me quedé sin respiración un segundo, alucinada. Esa era la declaración más sincera que había escuchado en toda mi vida.

-¿Mejor de lo que… esperabas? –Conseguí decir a duras penas, aún ciega.

-Sí, cientos de veces mejor.

Por fin me dejó mirar y me encontré de pleno con su radiante sonrisa y el brillo que le sacaba el sol a su pendiente. Allí estaba otra vez su aroma, sustituyendo al de la hierba fresca y recién cortada.

-Aún no sé a qué hueles. –Susurré, dejando caer mis manos sobre el regazo, confusa.

-No te lo diré.

Me dejó clavada en el sitio, sorprendida. Su sonrisa tenía ahora un punto de burlona.

-¿Por qué?

-Si quieres saberlo, tendrás que darme a cambio un beso. –Replicó con una mueca pícara.

-¡No! –Me negué, llevándome las manos a la cara. -¡Me da mucha vergüenza!

-Pues entonces nunca sabrás a qué huelo hasta que lo descubras por ti misma.

Hice un mohín de disgusto, que se me quitó en cuanto Neil tiró de mi mejilla para distraerme.

-¡Aparta! –Exclamé, poniendo las manos en su pecho para que se alejara.

-¡Vamos!

Me cogió de la mano y tiró de mí de nuevo hacia la ciudad, sumergiéndome entre las calles y callejas, vagabundeando sin ir a ningún lugar. Miramos escaparates, nos sentamos en bancos, bebimos de fuentes, y nos recorrimos toda la ciudad hasta caer de nuevo frente a una puerta que conocía.

-Hoy no tendrás ningún reparo en entrar.

Me abrió la hoja con elegancia de caballero fingido y yo le respondí con una inclinación de cabeza, entrando. Ese restaurante tan caro y fastuoso, cuyo nombre era Claro de Luna, me sonaba. De lo único con lo que lo podría relacionar era con las comidas de empresa, y esa era una idea que poco a poco iba cogiendo cuerpo en mi mente. En lugar de dirigirnos a una mesa, Neil me condujo hasta la parte menos conocida de un restaurante: la cocina.

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