Nada ocurrió.
Los brazos de Neil estaban ahí para dejarme a salvo en el hielo, como si nada ocurriese.
-¡Muy bien! –Aplaudió mientras sonreía, con los ojos brillantes de la emoción. –Te dije que podías hacerlo.
Las piernas me fallaron y me derrumbé sobre él, mojando su camiseta con mis lágrimas.
-Gracias. –Susurré, apretándole con fuerza. –Yo… No era capaz ni de pasar por enfrente de la puerta. Pero… había olvidado lo divertido que es patinar. –Neil sujetó mi cabeza contra su pecho, dejándome hablar. –Nunca más podré llegar al nivel profesional, pero sí podría hacerlo para pasar el rato.
-Te conozco desde antes de que nos cruzáramos. –Confesó con aire ausente, sorprendiéndome. No dejó que me separara de él para verle la cara. –Tenemos que hablar.
La sombra del miedo cruzó mi mente un segundo.
No quería hacer desaparecer ni por un segundo la cálida sonrisa de Neil.
Me sacó de la pista y me sentó en una de las gradas, sacándome los patines como si estuviera descalzando a una princesa.
Ya no sonreía, por lo que algo frío decidió asentarse en mi alma.
-Neil, ¿qué pasa? –Pregunté, y tardé un rato en escuchar el timbre de ansiedad en mi propia voz angustiada.
-He hecho algo terrible. –Susurró, agobiado. Verlo de rodillas frente a mí con la cabeza gacha hizo que el corazón me latiese muy despacio. –Yo… No esperaba chocarme contigo en esa calle, pero… La verdad es que lo agradecí mucho, porque jamás habría reunido el coraje de hablar contigo. –Sentí unas ganas enormes de acariciarlo. Ahora era un perrito triste y quería consolarlo. –Vivo en el bloque de pisos que hay frente al tuyo. Puedo verte todas las mañanas por la ventana, cuando sales de la cama para desayunar y pasas por la cocina. Nunca me ves, porque siempre me escondo si miras. –Cuando por fin logró obtener el valor para mirarme a los ojos, su mirada pura y azulada se clavó en lo más profundo de mi alma. –Estás tan bonita… Tú… Dudo que puedas entender lo que sentí cuando me seguiste hasta esa cafetería.
El aire a mi alrededor desapareció, porque no se dignaba a llenar mis pulmones.
Sus dedos acariciando suavemente mi mejilla para retirar después un mechón que se resistía a permanecer detrás de mi oreja eran lo más dulce que podía imaginar.
Quería abrazarle y no soltarle nunca más.
-¿Cómo… sabías todo eso de mí? –Pregunté, mordiéndome después el labio por no haberlo evitado.
-Bueno, supongo que no he sido del todo correcto. –Musitó, llevándose la mano a los ojos con cierto gesto frustrado. Después sonrió, cuando se dio cuenta de que yo sabía que estaba temblando. –Umm… Averigüé muchas cosas gracias a uno de tus vecinos, pero… Yo… sabía tu nombre de antes, Nara.
Ahora estaba avergonzado.
Era impresionante lo rápido que mostraba su rostro todo lo que bullía en su interior.
Le cogí la mano, animándole con la mirada a que siguiera hablando.
-¿Sí?
-Ay, Nara, eres tan linda. –Susurró, acariciándome una vez más con ternura. Las yemas de sus dedos que recorrieron mis labios temblaban. –Si te digo la verdad, no me creerás.
-Bueno… Puedes intentarlo. –Repliqué, más roja que las amapolas en primavera.
Este chico no tenía una idea cercana de todo lo que influía en mí.
Al escuchar eso le solté de pronto, cubriéndome el rostro con las manos.
¿Por qué siempre sonaba tan intenso cuando decía cosas de ese estilo?
-Mírame, Nara. Quiero seguir hablando.
Sus ojos eran una plegaria, un ruego.
Tiró de mis muñecas, pero no hizo falta que tirara mucho.
Sentía los brazos de gelatina y empezaba a darme vueltas todo.