Ahí vienen las palabras, un río ácido de sangre y lava.
Van
empapadas de recuerdos y lágrimas, de sal en heridas ya cauterizadas.
Atraviesan campos de hielo y amapola, rompen las esquirlas
del alma y queman sus pedazos en el seno de un abrazo mortal.
Ahí van las palabras alegres que rompieron tantos corazones.
Por ahí se esconden las promesas que se llevó el viento, las que nacieron
muertas y las que nunca se harán realidad.
Ya se hunden las palabras de ánimo entre mentiras piadosas y
las oraciones entre la falsa fe y la cruda realidad.
Por ahí se marchan las palabras no entendidas y
malinterpretadas, la desidia y la desdicha, el abandono y la soledad.
Se hacen hueco las malas canciones, se olvidan las tristes
emociones, se apiñan las buenas intenciones.
Por ahí desembocan los ríos de palabras inadecuadas, los de
poemas no leídos, los de tiernos melodramas.
Se juntan en mismo afluente el acero y la rabia, las torres
que caen y las malditas coronas cubiertas de sangre mugrienta.
Las palabras de amor ya están sufriendo su entierro en las
orillas del destino, la prístina y argentina amistad sangra por las palabras
que la destruyeron y, mientras tanto, los preceptos morales se suicidan con el
amargo puñal del dolor desterrado.
En los ríos que desembocan en la muerte, en los cementerios
de asfalto sembrados de aire, mueren las palabras, mueren los recuerdos, mueren
los caídos crespones.
Morimos nosotros, en verdad.
Las carnívoras palabras son las que narran nuestro funesto
final.
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