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lunes, 11 de enero de 2010

Aire


El aire remueve las hojas.
El cielo está gris, encapotado, acorde con mi humor.
El sonido se ahoga en los auriculares, y aunque taladra mis oídos, no parece sonar lo suficientemente fuerte.
El latido de mi corazón parece condenadamente lento comparado con la última vez que te vi.
Sí, la última vez.
Ya no recuerdo cuando fue.
Hace un mes, supongo.
Había algo más de luz aquel día.
También era más pronto que esta tarde, pero de todas maneras, el sol resplandecía suavemente, tocando los tejados con su luz.
No había ni una sola nube.
Dábamos un paseo.
Juntos, el uno al lado del otro, sin compromisos.
Llevabas los vaqueros muy bajos, y se arrastraban por el suelo, llenándose de polvo.
Pero te daba igual, como siempre.
Jugueteabas nervioso con las cadenas que colgaban de tu cuello.
Quizás eso debería haberme advertido.
Acabamos en el parque, como cada tarde a las seis, y tú te sentaste en el banco, sin ofrecerme un sitio.
Sabía que sería rápido e indoloro, porque tú eres así, no te gusta darle vueltas a las cosas.
Te expresaste deprisa y con claridad.
Te marchabas.
Al día siguiente por la mañana.
Y querías que yo fuera la última en enterarme.
Le he dado vueltas al asunto desde aquella tarde, y todavía no entiendo porqué debía ser yo la última.
Después de que me lo dijeras, me quedé allí, de pie, mirándote, durante unos segundos que se me hicieron infinitamente largos.
Finalmente, me di media vuelta y me marché sin despedirme.
Quizás nunca sabrás que te amé.
O quizás mi rostro habló en ese instante más que cualquier palabra.
En todo caso, me da igual, porque ahora, un mes después, ya solo eres una sombra en mi camino.
Y es que las cosas ausentes son fáciles de olvidar.

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