La lluvia, el mar, el sonido de mi voz o tu sonrisa.
¿Cuánto durarán?
Desde que caen mis lágrimas hasta que tocan el suelo
¿cuántos suspiros se habrán desvanecido hasta desaparecer por completo?
Mis latidos solo son la cuenta atrás precisa hasta mi
muerte.
Es una lenta agonía lo que vivimos.
Una marcha inexorable hasta el final inevitable de las
cosas.
Se alcanza el punto álgido y se perece.
Una nota sostenida en el viento es tan real como nosotros
mismos.
No puedo ser feliz si la sombra del final me persigue.
Viviré buscándolo, intentando huir de él, para
encontrarme después con que el destino me ha apuñalado por detrás y me está
esperando allá a donde he llegado.
Lo peor de que todos lo demás desaparezca es que
constituye un recordatorio fiel del tiempo que queda hasta nuestra muerte.
El hecho de que no somos imprescindibles y seremos
sustituidos tarde o temprano me hace ser miserable.
La absoluta certeza de que nunca estaré en la cima me
acuchilla cada noche sin descanso.
Soy una flor que morirá sin abrirse nunca del todo.
El filo hilo de una telaraña me conecta al mundo.
Si tengo suerte, tardarán en cortarme y el viento no me
hará temblar demasiado.
No quiero que estas sean mis últimas lágrimas.
Quiero olvidar.
Quiero olvidar el olvido y la muerte.
Que no haya nada que tenga miedo de perder.
Ni tampoco un recordatorio de lo que he perdido o lo que
no he llegado a ser.
Aquello de lo que no he formado parte y ya se ha ido.
He perdido las ganas de odiar.
Solo siento tristeza y frío.
Ahora el viento sopla.
¿Arreciará? ¿Me hostigará? ¿Me inclinará al frágil
quebrar de mis sentidos?
Lo desconozco.
Solo el arrepentimiento y yo vamos de la mano,
compartiendo ingrato destino.
Ese que me hostiga con un viejo anhelo y me vuelve del
revés, torturándome con aquel antiguo
deseo.
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