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jueves, 9 de febrero de 2012

La lenta agonía de nuestra existencia


Las cosas se esfuman como el polvo breve racha de aire de verano.
La lluvia, el mar, el sonido de mi voz o tu sonrisa.
¿Cuánto durarán?
Desde que caen mis lágrimas hasta que tocan el suelo ¿cuántos suspiros se habrán desvanecido hasta desaparecer por completo?
Mis latidos solo son la cuenta atrás precisa hasta mi muerte.
Es una lenta agonía lo que vivimos.
Una marcha inexorable hasta el final inevitable de las cosas.
Se alcanza el punto álgido y se perece.
Una nota sostenida en el viento es tan real como nosotros mismos.
No puedo ser feliz si la sombra del final me persigue.
Viviré buscándolo, intentando huir de él, para encontrarme después con que el destino me ha apuñalado por detrás y me está esperando allá a donde he llegado.
Lo peor de que todos lo demás desaparezca es que constituye un recordatorio fiel del tiempo que queda hasta nuestra muerte.
El hecho de que no somos imprescindibles y seremos sustituidos tarde o temprano me hace ser miserable.
La absoluta certeza de que nunca estaré en la cima me acuchilla cada noche sin descanso.
Soy una flor que morirá sin abrirse nunca del todo.
El filo hilo de una telaraña me conecta al mundo.
Si tengo suerte, tardarán en cortarme y el viento no me hará temblar demasiado.
No quiero que estas sean mis últimas lágrimas.
Quiero olvidar.
Quiero olvidar el olvido y la muerte.
Que no haya nada que tenga miedo de perder.
Ni tampoco un recordatorio de lo que he perdido o lo que no he llegado a ser.
Aquello de lo que no he formado parte y ya se ha ido.
He perdido las ganas de odiar.
Solo siento tristeza y frío.
Ahora el viento sopla.
¿Arreciará? ¿Me hostigará? ¿Me inclinará al frágil quebrar de mis sentidos?
Lo desconozco.
Solo el arrepentimiento y yo vamos de la mano, compartiendo ingrato destino.
Ese que me hostiga con un viejo anhelo y me vuelve del revés, torturándome con aquel  antiguo deseo.

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